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César vivió el acoso de Los Zetas en su barrio: La Alianza, una colonia popular de Monterrey, en el noreste de México. Una noche de mediados de 2011 un grupo de hombres armados lo subió en una camioneta y lo llevó a un campo de futbol. Ahí le pusieron una pistola en la sien para aterrorizarlo y lo golpearon con una tabla hasta dejarlo adormecido por el dolor. Una patrulla lo despertó para llevarlo a la comisaría, donde lo encarcelaron 24 horas. Nunca hubo una denuncia: ante el miedo, el silencio. “Ellos me levantaron porque unos días antes había golpeado a un hermano de Los Zetas que controlaba el barrio”, cuenta el joven de 27 años.

César Agustín Exega, El Caluchas, era parte de la pandilla Los Rapers y vendía drogas al menudeo. “Mi día de campo era salir a las esquinas, drogarme, pelear mi barrio a pedradas o a golpes, pero luego llegó el cártel de ellos (Los Zetas) y se apoderó de Monterrey. Si vendías droga por tu cuenta te levantaban y te torturaban. Te ofrecían trabajar para ellos y si no querías te iba mal”, recuerda. Uno de sus amigos fue baleado en una esquina mientras compraba droga. En esos años de muertos y balas, Juan Pablo García, un expandillero que hablaba y vestía como los jóvenes de La Alianza, llegó a la colonia a ofrecer trabajo y estudio. Ahí conoció a César y aunque no fue sencillo lo convenció de dejar la droga y de renunciar a su banda.

Actualmente El Caluchas recorre las colonias del norte de Monterrey para convencer a los chavos de dejar las pandillas. Desde el 2012 trabaja con Juan Pablo García, líder de Nacidos para triunfar, una organización no gubernamental que busca acabar con la violencia entre pandillas a través de acuerdos de paz. JP, como lo llaman, comenzó su labor en las colonias de la zona metropolitana de Monterrey, la capital de Nuevo León (un importante Estado industrial del norte de México) en uno de los momentos más convulsos en la entidad.

“En el 2011 Monterrey estaba secuestrado, las familias no salían al restaurante ni a hacer las compras del mercado porque te levantaban y te quitaban el carro”, cuenta JP. Los protagonistas eran adolescentes de escasos recursos y colonias marginadas que se habían convertido en la mano de obra del crimen organizado. “Comencé a trabajar con ellos cuando era una guerra entre Los Zetas y el cártel del Golfo y nadie quería hacer nada”, afirma García.

El trabajo continuó el año pasado en 65 colonias de la zona norte de Monterrey, una de las más conflictivas. Ahí JP y su equipo trabaja con cien bandas que agrupan a unos 2.000 jóvenes. El objetivo principal es darles alternativas distintas a las que les puede ofrecer el crimen. “Todas las pandillas están aliadas con la delincuencia organizada sin excepción, ya sea por el consumo, la compraventa de droga, el halconeo, la maquila o la distribución”, explica. El primer paso de su organización es ganarse la confianza de los jóvenes. Incitarlos a actividades deportivas o culturales. Después de un proceso de dialogo y reflexión sobre la familia y su futuro, los logran reunir para que firmen un tratado de paz.

“Todo por el barrio”

En un auditorio adornado con fotos alusivas a los murales que las pandillas han pintado en las colonias del norte de Monterrey, Cristian Barragán Alvarez lee en voz baja una oración en contra de la violencia. “La pobreza, la desigualdad y el egoísmo son las causas de la violencia. Pongo mi espíritu, mi mente y mi voluntad para dejar de ser violento”, expresa casi musitando. Minutos después plasma su firma en un documento y estrecha la mano de sus rivales.

A sus escasos 21 años, Cristian  ha visto morir a tres de sus mejores amigos y desaparecer a siete de sus familiares. Él pertenece a la pandilla de Los Pelones de la colonia Artículo 27, un barrio apostado en las faldas del cerro del Topo Chico. Su pandilla fue fundada por sus padres y sus tíos y el liderazgo se ha heredado de generación en generación. “La mayoría somos casi pura familia, a Los Pelones de antes los levantaron y se los llevaron; ahora seguimos nosotros aquí en las esquinas”, explica orgulloso.

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