Esta mañana abrileña, el centro histórico capitalino lució otra vez vacío, a excepción de algunas personas que no pueden dejar de ganarse el sustento. Sin barullos, sin ruido de motores, la ciudad espera paciente el retorno de la actividad económica.
La operación de comercios se ha reducido en un 90 por ciento aproximadamente, a excepción de algunas farmacias y hoteles económicos que aún abren sus puertas para no irse a la quiebra. Alguno que otro taxi deambula por el Eje Vial dispuesto ahora sí a ir a llevar pasaje a donde sea, y vendedoras de servicio de telefonía celular continúan asediando a transeúntes incrédulos de la pandemia.
No hay chocolates Costanzo a la vista. Ni repique de campanas. Tampoco flores en los mercados. Hoy el centro de la capital pertenece a las palomas y las estatuas. Sin el color de las frutas y verduras, de la ropa y hasta la carne colgada de los ganchos, los mercados Hidalgo y República parecen lúgubres panteones y cada local es una cripta que guarda la sobrevivencia de gente trabajadora que no sabe de horarios.
Silenciosa e invisible, la pandemia avanza. Las familias en casa se desesperan de no poder ver a sus seres queridos, de no estar en la escuela o en los centros de trabajo. Aún hay tiempo de sobra para reflexionar sobre el modo en que este evento histórico cambiará nuestra forma de pensar y relacionarnos y lo que tendremos que valorar de ahora en adelante.