Los crímenes de la “Banda Azul”
Nunca se supo por qué les decían los de la “Banda Azul”, pero era encabezada por dos hermanos de apellido Terrazas que estaban emparentados, según se decía, con una familia adinerada de Chihuahua. ¿Qué vientos misteriosos los trajeron a San Luis Potosí? El mayor de los hermanos era conocido como “Terracitas”, y el menor fungía como su lugarteniente, ambos eran ladrones de “alta escuela”, así los refiere la prensa potosina de fines de los años 20; el gobernador era el cacique y general Saturnino Cedillo, la policía estaba militarizada, no cualquiera se podía salir con la suya en este ambiente de balas y rezos.
Los otros dos miembros de la banda tenían los apodos de “El Árabe” y “La Changa”, el primero tenía ciertamente sangre del Medio Oriente, era un “mete-mano” y “jaulero”; el segundo era de aspecto e instinto feroz, atacaba siempre con un largo cuchillo, era desalmado y amante de lo ajeno.
La ciudad de San Luis Potosí estaba atemorizada con la “Banda Azul”, había cometido robos en varias residencias de familias popof, asaltos en grandes establecimientos comerciales y atracos en despoblado, con un saldo de varios muertos. La gente del vecindario del barrio de Tequis hablaba de la incursión de los “azules” en una casa rica, se llevaron alhajas, loza fina y obras de arte.
En los mercados y plazas hubo robos de carteras y portamonedas. En la periferia de la ciudad apareció un hombre acuchillado, lo habían matado en un asalto. Sin rodeos se culpó a los “azules”.
“Ya no era posible vivir en paz” en la ciudad, el gobierno cedillista decidió echarle el guante a los “azules”. Ladislao Nava, jefe de las comisiones de Seguridad, se reunió con el inspector general policiaco, Antíoco Hernández, teniente coronel y muy entregado a sus deberes, para armar un operativo de captura de los maleantes. Formaron un equipo con los agentes Ángel Zavala, Juan Hernández, J. Paz Rodríguez, Juan López y Rafael del Castillo.
Siguieron el rastro de los delincuentes, hicieron sus perfiles para tener la identificación más precisa de cada uno, indagaron sus gustos, sus debilidades, sus pasiones bajas y lugares de reunión, y la ubicación exacta de su escondrijo.
Se les ubicó en una casa vieja de la esquina entre Vallejo y Fernando Rosas, a unas cuadras del templo de San Miguelito. De acuerdo a los datos obtenidos habían rentado la finca, durante el día no registraba actividad de acuerdo al testimonio de los vecinos, por la noche aparecían varios hombres sospechosos que no dejaban ver su rostro, el alumbrado público no funcionaba.
De madrugada, el inspector Antíoco encabezó el operativo a bordo de su Dodge, se estacionó a unas cuadras y acompañado de los agentes reventaron la casa al grito de “¡Ríndanse!”. Adentro todo era oscuridad, al silencio le siguió una ráfaga de balas de los delincuentes, el jefe Nava cayó herido de muerte, los agentes respondieron con sus armas pero los agresores ya habían escapado.
Se había previsto un refuerzo para cualquier emergencia, así salió en su persecución el comandante de la Policía Montada, Ignacio Morales, y varios jinetes más, los “azules” fueron vistos hacia el sur de la ciudad hasta donde fueron alcanzados y hubo más balaceras.
“La Changa” fue el primero en caer muerto, le siguió “El Árabe”; los hermanos Terrazas se escondieron en los matorrales, se les perdió de vista.
Por la mañana prosiguió la persecución de los policías, los Terrazas habían jalado para el rumbo de la hacienda La Pila, al darse cuenta que les pisaban los talones se fueron hacia un cerro. Una bala certera le dio al hermano menor, el otro lo cargó y se lo llevó hasta la cima, desde ahí arreciaron las balas hasta morir ambos, no hubo ningún intento de rendición, la muerte era la única salida.
A la ciudad pronto llegó la noticia de que los “azules” habían sido exterminados, hubo algarabía popular porque volvería la tranquilidad aunque no por mucho tiempo…
