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Los mil días de cautiverio de Esther

* La joven del asilo de ancianos

Ella nunca pensó que además de su dificultad para caminar desde su nacimiento, perdería a sus padres uno tras otro, que se quedaría sin casa, familia y amigos y que además viviría casi en cautiverio en un lugar frecuentado por la muerte.

Por Juan Carlos Gutiérrez E.

Colaboración Especial.

 

Como la Dama de Shalott, que vivía encerrada en lo alto de una torre, Esther ha pasado los últimos nueve años en lo alto de una vieja casona en la calle Constitución y hace tres que no sale a la calle. A medias tiene salud, amor y libertad pero, con serenidad de Buda y fuerza natural enfrenta el destino de vivir en un asilo de ancianos desde sus 29 años de edad.

A través de la ventana, la mujer observa una pared colmada de grafiti, un parabús y los camiones urbanos que a su paso hacen ruido, contaminan y ponen todo más gris. Cuando llueve, disfruta cómo ese pedazo de calle proyectado a través de su ventana luce esplendoroso, como si lo hubieran lavado y puesto una capa de barniz, pero un olor a orines y la impertinencia de una mosca interrumpen su contemplación, trayéndola de vuelta aquí.

Llegó al mundo hace 38 años con la columna vertebral desviada y un tumor en el cuello que la orilló a luchar por su vida desde los 13 días de nacida. Libró esa batalla pero secuelas le impidieron a su cuerpo desarrollarse con normalidad. Esther no es libre como le gustaría porque sus hermanos están en Estados Unidos y la dejaron al cuidado de un asilo de ancianos hace 9 años; y sólo pudo escribir un capítulo de amor porque su novio -un asilado temporal- partió dejándola con ganas de más besos y te quieros en ese extraño escenario de amor interferido por soliloquios maldicientes de inquilinos que perdieron la razón.

-Las cosas que le tocan a uno vivir- expresó Esther con una sonrisa contagiosa ese medio día en que el lipstick rojo le venía bien con su suéter de igual tono. Momentos antes había tomado la ducha, como solía hacerlo en su rancho: a jicarazos; recién se había cepillado su largo cabello negro y era evidente que su presencia en el lugar desentonaba tanto como la presencia de una orquídea anclada a una fría roca ígnea.

No siempre le tocó jugar con estos naipes. María Esther Pardo Vázquez creció en la comunidad de Tortugas, en el municipio de Rayón. Es la menor de siete hermanos y la única que nació con problemas de salud. No la llevaron a la escuela, pero sus hermanas le enseñaron a leer y escribir en casa. Caminaba con dificultad apoyada de una andadera, veía la tele, se emberrinchaba con sus hermanos y, excepto por su ausencia en honores a la bandera, su vida transcurrió con normalidad hasta la muerte de sus padres.

Primero falleció Timotea, en el año 2002. Esther ya pasaba los veinte al momento de perder a su madre, pero le aterró el haberse quedado con su padre porque lo consideraba una persona difícil. Los mimos venían de mamá y los regaños de su padre. Ella era rebelde, él estricto y explosivo.

Sin embargo, tan pronto como empezaron a compartir sus soledades, ambos aprendieron a respetarse y convivir en armonía. Tenían que hacerlo porque ya anteriormente, el resto de la familia había migrado a Estados Unidos hasta quedarse solos.

Leocadio cuidaba sus animales y de vez en cuando recibía dólares por Western Union. En el silencio cordial que brinda el campo, Esther y su padre convivieron en los años posteriores a la muerte de Timotea. Alimentaban a las gallinas y preparaban la comida con el característico sabor que le imprimen las brasas de la leña. A veces su vida tranquila era interrumpida por la visita de algún vecino que se quedaba a conversar con ellos hasta que el sol se ponía.

Un mañana, Leocadio no tuvo fuerzas para levantarse. Los vecinos lo llevaron al hospital y allí supo que sus días estaban contados. Cinco días de tratamientos para estabilizarlo y luego el hombre volvió a su casa. Semanas después, una noche septembrina de 2007, Esther miraba asustada como su único familiar y soporte expiraba en la misma cama en que lo hizo su madre.

Timotea mimaba y Leocaido regañaba, pero la pena de Esther por su padre fue mayor no sólo por el miedo de quedarse sola, sino por el esfuerzo paternal de aprender a amarla y cuidarla en la recta final de su vida. Entonces los centenarios árboles de Tortugas, su casa de paredes encaladas, el camino empedrado de su rancho, la sinfonía nocturna de cigarras y la fulgurante Vía Láctea -que sólo puede admirarse desde el campo- se desvanecieron.

Sus hermanos la mandaron a vivir con un matrimonio cristiano en el municipio de Cárdenas, pero sólo duró tres meses. Luego regresó a vivir con una vecina en Tortugas, pero no duró el año. Esther no se adaptaba a las costumbres de otras familias, ni a recibir la conmiseración que algunos profieren a las personas con alguna discapacidad.

-Unas amigas de mi hermana me buscaron un lugar dónde vivir acá en San Luis, me advirtieron que era un asilo y al principio no me pareció mal. Me trajeron en un taxi desde Rayón y ya en el camino me andaba arrepintiendo porque no conozco a nadie aquí, pero me dio vergüenza decirles que no porque ya habían pagado 800 del taxi para traerme- relató la joven mientras se frotaba sus piernas para darles calor.

El 17 de diciembre de 2008 Esther entró a la vieja casona de la calle Constitución. Diligentes, los encargados del lugar la condujeron por el estrecho pasillo de la entrada, atravesando el patio principal por donde algunos viejitos deambulaban y miraban con curiosidad o recelo a la nueva huésped. El lugar estaba limpio, pero la demencia de algunos ancianos, la vulnerabilidad en que se encontraban otros tantos y el adiós de las amigas de su hermana la aterraron por completo.






A partir de esa noche, Esther compartiría un cuartito con otras dos inquilinas, no volvería a tener privacidad, tendría que soportar los delirios repentinos de sus compañeras de cuarto, y acostumbrarse al olor a jabón Zote y a los orines que por capricho o incontinencia dejaban algunos moradores por el lugar. Si los asilos en general no son el mejor lugar para los ancianos, mucho menos lo son para una mujer que apenas rayaba en los 30 al momento de su ingreso.

Los hermanos estaban a miles de kilómetros de distancia. Los amigos de la infancia perdidos en el tiempo y Esther en el lugar más difícil para encontrar y mantener amigos. Aún no superaba la muerte de su padre cuando advirtió ese aire frío que frecuentaba la casona de Constitución y se llevaba algún alma. Desde hace nueve años, los pocos amigos que Esther consigue son secuestrados por la demencia o la muerte.

A la Navidad siguiente, Esther se había convertido sin quererlo en fedataria del lugar. Le resultaban familiares las incursiones a media noche de policías y agentes del Ministerio Público para dar fe del recién fallecido, las eternas discusiones de viejitas necias, las visitas dominicales de familiares. Entendió lo fugaz de su amistad con los habitantes de ese asilo, que no es más que una estación de la vida en la que la muerte recoge a los pasajeros y que, si ya había perdido a su padres, a sus hermanos, su privacidad y su derecho a la libertad –necesita permiso de sus hermanos para salir a la calle- entonces ya nada peor podría pasarle, así que la última noche del año, sabedores de su injustificada presencia en el asilo, familiares que visitaban a sus ancianos le obsequiaron un tequila clandestino que se bebió por placer en esa fiesta solitaria de fin de año y que le hizo despertar en el suelo a la mañana siguiente.

Su estadía en el asilo en los años siguientes no ha variado. A sus amigos veteranos se suman estudiantes que hacen su servicio social pero que con el paso del tiempo dejan de visitarla. Algunas veces la sacaron a pasear por la calzada de Guadalupe, a sentir el sol, a ver a los niños jugar en el parquecito frente al Santuario, pero hace más de mil días que no sale.

Tampoco puede reprochar del asilo, después de todo el personal la trata bien y en ese sitio se enamoró. Un cuarentón recién operado que se internó voluntariamente para recuperarse la cortejó, ella dijo que sí y dentro de los muros de la vieja casona vivieron su noviazgo. –Nomás duramos un mes, luego se fue y ya no vino a verme- resumió con esta frase su fugaz amor.

Sin embargo, cuando Esther sonríe lo hace con la completa ausencia de sufrimiento, rencor o remordimiento. Como practicante de la filosofía Budista, la Orquídea vive despojada de tribulaciones en esa roca, anclada para sobrevivir, adaptada a todas las condiciones de clima posibles.

De nuevo es Navidad. Se avecina una tormenta. Los encargados del asilo le acercan una cobija extra y antes de despedirse, pronuncia tres cosas que le gustarían: ir a comer pizza al centro, acudir al servicio de una iglesia cristiana y vivir en un apartamento propio.





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